viernes, 10 de febrero de 2012

El derecho a cambiar

Quizá la primera idea que le enseñan a cualquier estudiante de economía, en una clase convencional, es que las necesidades son infinitas y los recursos escasos. Aunque es en principio una noción muy tosca, es posible que se la siga utilizando.

Otra noción directamente ligada con la anterior, es que en los países llamados "desarrollados", las necesidades están mejor satisfechas, lo cual a su vez lleva implícito que se emplean más recursos.

Con respecto a los países "subdesarrollados", el objetivo central planteado por los economistas es el del crecimiento. Las diferencias ideológicas afloran en lo que respecta a los modelos de crecimiento. En el caso de la Argentina, y hablando de posiciones fuertes en términos académicos y políticos, la dicotomía básica que lleva casi un siglo, es entre los partidarios de la industrialización, y los defensores de la agroexportación.

El Contador adhirió tempranamente a las huestes de los industrialistas, en los términos de las viejas posiciones cepalinas gestadas -por poner una referencia- entre la crisis de 1930 y la gran crisis petrolera. Y durante mucho tiempo creyó acríticamente en las virtudes del crecimiento ad infinitum.

Siendo estudiante, el contador leía la interesantísima revista Mutantia que dirigía Miguel Grinberg y que, resulta impresionante comprobarlo, anticipaba, en materia ambiental, muchos temas que inquietan ampliamente a la humanidad treinta años después. En ese momento, el contador percibía esos planteos como estimulantes pero excesivamente utópicos, del mismo modo que el famoso libro de Schumacher Lo Pequeño es Hermoso, al cual había accedido tras conocer por Mutantia su existencia.

Porque el industrialismo se veía perfectamente compatible con la simpatía por el socialismo. Y según se dice, el socialismo es una ideología que va muy bien con el idealismo de los jóvenes. Eran tiempos anteriores a la caída del muro, la revolución sandinista entusiasmaba mucho a los jóvenes, y una manera de pensar en el porvenir de Nicaragua y también de Cuba entendía que una base productiva más vigorosa era un elemento necesario para consolidar la sustentación de los proyectos revolucionarios.


En los años noventa, hay que reconocerlo, el Contador se metió de lleno en los problemas de productividad y competitividad, en la importancia de contar con empresas industriales capaces de hacer sus productos con buena relación calidad/costo. En otras palabras, se podría decir que acompañó también, en algunos temas centrales, la evolución de la Cepal: examinó en profundidad la hipótesis de la centralidad del aprendizaje tecnológico en la dinámica del crecimiento económico, hasta se entusiasmó con las explicaciones de Krugman sobre el papel determinante de las economías de escala en el comercio internacional. En síntesis, la idea de un industrialismo competitivo como base material para sustentar empleo de calidad y superar la desarticulación social provocada por el largo ciclo de imposiciones neoliberales de los acreedores financieros y sus personeros locales.


En otros temas, como por ejemplo lo que la Cepal llamaba "la expansión de la frontera de recursos naturales", el contador advertía grandes riesgos y oscuras resonancias de subordinaciones de siglos, quizá el eco de la lectura juvenil de las venas abiertas de América Latina, aquel vibrante alegato de Galeano. En una oportunidad, hacia 1994, en un curso que dictaba el archifigurante economista Bernardo Kosacoff, de la Cepal Buenos Aires, el contador le expresó dudas respecto a la pertinencia de que un país no petrolero como la Argentina estuviere exportando sus hidrocarburos. La inquietud se basaba, antes que en lo ambiental, en la preservación estratégica de la soberanía energética, y fue descalificada por el expositor como impertinente. El argumento fue algo así como "de nada sirven las riquezas en el subsuelo..."

Una tremenda lección a base de crudos hechos fue por supuesto la crisis argentina de 2001, apoteosis final de un proceso de despojo y brutal insolidaridad cuyo esquema llevaba más de una década, y que se había ido haciendo progresivamente más evidente en sus efectos, a pesar de los torrentes de propaganda ideológica que habían estado desplegando los centros financieros internacionales como si se tratara de verdades científicas.

En el ánimo del contador, la desconfianza iba calando más profundo que la mera preocupación por la existencia de grandes franjas de la población socialmente desprotegidas, o la insuficiente pujanza de la producción, o la falta de dominio nacional de las tecnologías más complejas.

En el plano intelectual, la erosión de las antiguas ilusiones sobre la hipótesis del "crecimiento con equidad" se iba cincelando con lecturas de diverso origen. Entre muchas otras, se pueden recordar: una entrevista a Hirschman en la cual lamenta los escasos logros de integración social de Brasil, en comparación con la impresionante concreción de su industrialización; la explicación en el texto de introducción a la economía de Pérez Henri, sobre el estado estacionario de la economía antes de la revolución industrial; la convicción que muestra Tamames en sus libros, sobre los límites del planeta para albergar un crecimiento poblacional indefinido, y también en el mismo libro, la valoración entusiasta de los partidarios del crecimiento cero y del decrecimiento; las recurrentes meciones en documentos de la Cepal sobre las consecuencias de la deforestación; la lectura casual de un reportaje a una navegante solitaria, que dio la vuelta al mundo en un pequeño velero: esta mujer destacaba como lo más llamativo de su temeraria expedición, que los océanos estaban sucios en todas partes, no solamente en las costas sino también en todos los recorridos de alta mar que le tocó surcar; el libro de Houellebecq sobre la ampliación del campo de batalla, y siguen...


Pero posiblemente ha sido la lectura serena de La Parte Maldita, el formidable texto de Bataille, lo que disparó, por cierto que indirectamente, la convicción sobre la insensatez del capitalismo actual, el irracionalismo de la sociedad de hiperconsumo que requiere que el sistema industiral militar de producción multiplique el uso de energía, arrase con los bosques, envenene las aguas, perjudique la biodiversidad, altere el clima, por enunciar algunas entre las múltiples calamidades a las que estamos asistiendo.

Las tecnologías ahorran cada vez más mano de obra, los productos se obsolecen y reemplazan cada vez más rápido. En muchos países, los que trabajan lo hacen cada vez más, y es creciente la proporción de la población que no logra insertarse en el mundo del trabajo. En el mundo rico, en el tiempo de ocio se expande el ejercicio de autodestructivas prácticas viciosas, cunde la soledad, el individualismo y la infelicidad. En los países pobres, cada vez más desfavorecidos en términos de desigualdad económica, gran parte de las poblaciones no logran siquiera alimentarse satisfactoriamente ni obtener los cuidados más elementales de la salud.

¿Qué hacer con estas incómodas verdades? ¿Cómo conciliarlas con la realidad personal, en que uno es parte activa (incluida), como trabajador y consumidor (entre otras dimensiones), de este sistema de capitalismo global que hace amarga la vida de la gran mayoría de la humanidad? Será motivo de futuros posts.


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