lunes, 24 de octubre de 2011

La importancia de leer a los grandes clásicos

Pasada ya bastante largamente la edad en que conviene haber completado la formación intelectual (Ortega y Gasset, por ejemplo, sostenía que el límite de edad para ese cometido son los 28 años), el Contador (el suscripto) acaba de completar, tras varios meses de esfuerzo, una primera lectura minuciosa y completa de El Capital, Tomo I, en la edición del Fondo de Cultura Económica. Este volumen tiene 751 páginas (sin contar la bibliografía y los índices finales) de ardua asimilación.
Esta experiencia ha llevado al Contador a un conjunto de reflexiones.
Primero, la gigantesca importancia de las obras fundamentales hace más dramática la confesa omisión de su lectura por parte de muchas personas con responsabilidad en la vida social: profesores universitarios, dirigentes políticos, periodistas.
Segundo, hace más patética la situación de quienes detentan capacidades o conocimientos que en rigor no poseen. No hay dudas de que el afán de mostrar, de exhibir, de lucir, en suma, de exponer de manera pública la propia vanidad, llega en nuestro tiempo a un paroxismo, acicateado por las nuevas tecnologías de la información.

En un opúsculo sobre la historia de la filosofía, el gran Arthur Schopenhauer recomienda enfáticamente evitar en esta materia los manuales de exegetas o comentaristas, por empobrecedores. Propone en cambio una sucesión de fragmentos de los auténticos autores.

Un maravilloso escritor contemporáneo, Ítalo Calvino, explica esta cuestión en un bello libro titulado Por qué leer los clásicos.

En nuestro medio, poco es lo que se cultivan estos principios de formación. Raramente los jóvenes y particularmente los estudiantes, reciben adecuada orientación sobre la manera de priorizar sus lecturas.

El problema se traslada dramáticamente al ámbito de las instituciones. En la universidad, no solamente las carreras de grado han menguado la potencia de las fuentes intelectuales en que abreva la comunidad educativa. No se advierte una preocupación por incorporar al acervo de conocimientos un espectro amplio de la tradición científica y cultural de las disciplinas bajo estudio, problema especialmente inquietante en ciencias sociales. Parece preferirse un encasillamiento doctrinal acotado a los dictados del poder institucional, y las herramientas se suministran además sobresimplificadas hasta la distorsión, por la cultura del apunte y el resumen.

En la Argentina, se puede completar un doctorado en economía en las universidades privadas más prestigiosas del país, sin haber leído una sola línea de El Capital de Carlos Marx, ni de tantos otros autores clásicos.

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